martes, 30 de abril de 2013

MUERTE EN PALACIO

Por Pedro A. Flores Cueva
La mañana del sábado 18 de Febrero de 1939 el presidente Oscar R. Benavides se despedía, en Palacio de Gobierno,  de sus edecanes y del ministro de Gobierno General Antonio Rodríguez Martínez. Partía hacia el Callao para de allí enrumbar hacia alta mar donde  pasaría el fin de semana de carnavales. Al momento de despedirse le diría: “General Rodríguez le dejo Palacio, cualquier novedad me comunica inmediatamente” “No se preocupe Sr, Presidente, vaya Ud. sin ningún cuidado” acoto imperturbable el militar.

En la advertencia de Benavides había un tono de inquietud. Conducía el  Gobierno desde Abril de 1933, cuando el comandante Luis Sánchez Cerro fue asesinado por Abelardo Mendoza, militante aprista de 17 años, en el Hipódromo de Santa Beatriz, luego de pasar revista a los conscriptos que iban a luchar a Colombia. En 1936 desconoció el triunfo electoral de Luis Antonio Eguiguren y prolongo su mandato. Los rumores para continuar en ella sin plazos ni términos eran cada vez más insistentes. Por todo esto el ambiente estaba convulsionado, teñido de sangre y crispación. No había un momento de sosiego y reposo.  Hacía seis años que dirigía los destinos del país en medio de conspiraciones, sospechas y levantamientos. El lema de su Gobierno: unidad, orden y paz era más ficción que realidad.

Pero aquella mañana no sospecho nada. Rodríguez era el  hombre de confianza. No en vano se le había encargado la delicada responsabilidad de garantizar y preservar la seguridad interna. El militar en corto tiempo hizo una exitosa carrera, más a la sombra de poder que por meritos personales. Hasta el azar lo favoreció. En Marzo de 1931 en el atentado  frustrado a Sánchez Cerro, cuando salía de una iglesia en Miraflores, se encontraba a su lado. Era  compadre y edecán del presidente. Una bala  impacto en su pierna. La cojera más que un defecto, era una credencial. Al año siguiente cuando mataron al presidente  lo acompañaba como  Jefe de la Casa Militar. Estas  circunstancias providenciales confirieron a su figura un halito de leyenda  que favorecieron  el ascenso rápido e inesperado en la filas del ejército.

La carrera la iniciaría quince años atrás en un pueblo remoto de las serranías de Ancash. Siendo capitán fue nombrado, a mediatos de la década del veinte, Jefe de la Circunscripción Territorial Provincial de Pomabamba. Los que lo trataron en esa ocasión cuentan   que era un hombre sencillo, de trato afable, de mediana estatura, los bigotes bien retocados le conferían un semblante de seriedad. De ánimo distendido. Nada hacía presagiar un destino discurriendo por los intrincados laberintos de la conspiración. Solía pasear en los atardeceres crepusculares bajo la sombra de los  frondosos  cedros que descollaban en el centro de la desolada plaza de armas. Más tarde arribarían su hermana Lucia con su esposo, un médico  apellidado  Buckingham. Ella  era una mujer muy joven y hermosa. De hablar cantarina. El esposo, de costumbres austeras, trabajó muchos meses atendiendo a una población carente de los elementales servicios de salud. Diez años antes un colega suyo, Carlos Oquendo Álvarez,  se había inmolado en el intento de mejorar los males de una población mayoritariamente pobre. Para el médico, de ascendencia inglesa, la mejor recompensa a sus afanes  era gozar de la calidez de la gente, del verdor del paisaje y la limpidez del cielo azul.

En el tiempo que vivió en Pomabamba el capitán  sería  testigo de la emergencia de los movimientos sociales locales. Vio la lucha de los artesanos contra el gamonalismo imperante.  Se comprometió con las ilusiones y expectativas de su pueblo. Más  de una vez organizó  cuadrillas para los trabajos de la carretera. Sueño que luego se tornaría en una frustración padecida por muchas décadas. Aquellas experiencias lo marcarían para siempre: sensibilizo su alma y agito su conciencia. Fue determinante para ingresar a la política. Sabía que era un escenario fangoso y movedizo, pero si quería llegar a una orilla de decoro y dignidad tenía que cruzar el charco. Sin poder todo esfuerzo estaba condenado al fracaso. Allí se propuso conquistarla para sacudir  a la patria del marasmo y la apatía.

En la reunión de despedida  confeso que nunca olvidaría a aquel pueblo, donde vivió los momentos más felices de su vida. En su rostro asomaba un gesto ambiguo y sombrío, so do la cercaneportados o encarcelados.como si presintiera un porvenir incierto.” Lo mejor que me llevo de ustedes es vuestra calidez, la hospitalidad franca, espontánea. Recordaré el fervor y colorido de las fiestas, la melodía jubilosa de vuestra música. Les digo que he sido muy feliz” concluyo entre aplausos y miradas expectantes de los amigos y colegas. Se marcho una mañana lluviosa, montado en un caballo bayo, guiado por un arriero. Su figura se internaba pausadamente por una llanura solitaria impregnada de bruma y melancolía.

Años después el destino lo ubico en la disyuntiva de  asumir la tarea más dura en la conducción del país. Fue nombrado por Benavides ministro de Gobierno. Acentuó la represión a los partidos proscritos, como el Apra a quien se había negado su participación en las elecciones de  1936 aduciendo la condición de partido internacional. Haya de la Torre estaba en la clandestinidad. Los demás dirigentes eran vigilados, perseguidos, deportados o encarcelados. En medio de esa efervescencia, de resistencias, de delaciones e intimidaciones, el general Rodríguez va siendo ganado por el convencimiento que el Perú debía  retornar por los cauces democráticos.

 Para eso  decide contactarse con Haya. Se dice que conocía su refugio, pero nunca mando a los esbirros a capturarlo. Lo podía haber hecho. Tenía la información y los medios para hacerlo. Buscó los contactos. Ubico a Manuel Cenzano y a César Atala, empresarios mineros huancavelicanos, quienes participaban de las sesiones espirituosas, donde acudía Haya. En una de esas noches se encontraron, frente a frente, el acosado y el perseguidor. Allí hablaron, al  principio calculadamente. En ambos primaba una natural desconfianza. Rodríguez hablaría  con mayor énfasis acerca de la necesidad de derrocar a Benavides. Haya escuchaba, media cada palabra, indagaba, preguntaba, hasta tener la evidencia acerca de la sinceridad de las intensiones del militar.  Experto en las conspiraciones, reconocía y alentaba su contribución decisiva para el éxito del levantamiento. “El país entero se lo reconocerá. Allí no hay traición. Es un aporte patriótico. Eso es lo que prima y, finalmente, será reconocido y tributado por los pueblos” sentenciaba el líder aprista con su habitual elocuencia. Coinciden en la ilegalidad del Gobierno y conjeturan que Benavides quiere perpetuarse en el poder. Para eso cuenta con el soporte de los militares y banqueros. Al amanecer habían acordado la caída del tirano.

 Ahora toca definir el rol de cada uno de ellos en la sublevación. El Apra  entregará  militantes, hombres fogueados en la resistencia pertinaz. Rodríguez ofrece ganarse a jefes del Ejército, la Marina y la Aviación. Se compromete a asumir la conducción de la sublevación. Si gana tomara el poder provisionalmente, para luego convocar a elecciones. Formará un gabinete de transición, encabezado por José Gálvez e integrado por gente de credencial democrática y de trayectoria prestigiada. Todo está preparado. Solo falta la oportunidad.

 Llegó el momento. El presidente  partía el sábado a medio día para un paseo en alta mar. Esa noche, desde los clubs que rodeaban la plaza de armas se escuchaba la música estridente y desbordante de los carnavales. En Palacio se hallaba el general. Esperaba el amanecer. Ya todo estaba preparado para el levantamiento.  Tenía el apoyo de las guarniciones de Lima. Aquella mañana Rodríguez sale al Patio de  Honor  de Palacio, cuando la banda tocaba las notas de la Marcha de la Bandera, premunido de armas y escoltado por soldados leales. Lleva en uno de los bolsillos el Manifiesto a la Nación.

Pero el libreto de la insurrección no se cumple. Se comete graves errores estratégicos. La radio estatal no fue intervenida para propalar el mensaje al país. Seguía con su programación habitual. Los militantes y el pueblo que Haya ofreció brillaron por su ausencia. Los cuarteles militares no se plegaron a  la  revolución. No se previó la detención del Jefe de la Guardia de Asalto, mayor de la policía Luis Rizo Patrón. Precisamente este aparece portando una ametralladora conminándole rendición al General. No acata, al contrario, le increpa de traidor y canalla. La respuesta fue una descarga. El cuerpo de Rodríguez, casi partido en dos, cayó pesadamente. Apenas pudo articular, entre efusiones de sangre, algunas palabras inaudibles. Aquella agonía seria un pasaje al sueño donde discurrirían escenas de una vida azarosa. Acaso recordaría los momentos felices que paso en aquel pueblo perdido en las estribaciones de los andes, vería tenuemente sus paisajes, su gente, el verdor de la floresta, el cielo azul. Una lenta sombra nublo sus ojos para siempre.  Partió cuando las fiestas de carnavales concluían  y las cadencias de una música remota languidecían. Algunos hombres y mujeres, cubiertos de gorros y serpentinas, caminaban morosamente por las calles solitarias de  ciudad. El motín había sido conjurado sin que nadie se diera cuenta.

En la tarde arribo Benavides. Presuroso dispuso que los restos del militar sublevado fueran enterrados con la mayor discreción.  Se formó una Corte Marcial. Los conspirados fueron detenidos masivamente. Haya seguía en la clandestinidad. Benavides, en un instante de sensatez, decidió parar la represión. Esto no conduciría a nada bueno. Al contrario el país ingresaría a una espiral de violencia indetenible. La polarización abriría en la sociedad brechas insalvables. Reflexiona, evalúa y al mes siguiente convoca a elecciones generales para la designación de un nuevo presidente.

El General Rodríguez  tuvo que morirse para ganar la batalla.